Después de cruzar el puente colgante clavado al de San Francisco llegamos a nuestra primera parada, cuatro días en un apartamento cojonuten en medio del Barrio Alto de Lisboa, una especie de Malasaña, donde después de acojonarnos un poco por el aspecto decrepito del edificio nos encontramos con un pedazo de piso que no parecía para nada de alquiler.
Ese mismo día, antes de dejar las maletas, ya habíamos elegido nuestro bar favorito de Lisboa, el Zapata, un local de currelas no demasiado limpio (auténtico vamos) con los taburetes clavados al suelo donde ponían unos caracoles de escándalo y pudimos probar una de las dos cervezas que tienen copado el mercado luso: una Super Bock. La otra es Sagres, pero la Bock está mejor.
Dejado el equipaje, y a pesar de que llevábamos comida y bebida para un regimiento, salimos a dar una vuelta, a hincharnos de mojitos y de unas estupendas bombas de relojería llamadas tequila sunrise, en un bar rockero atendido por un chaval finlandés (¿o era sueco?, no me acuerdo) de padre portugués donde el que escribe cantó a pleno pulmón Bohemian Rhapsody con el camarero y un amigo de igual pinta vikinga.
Al día siguiente pudimos comprobar dos cosas:
a) En los sofás no se duerme como en una cama
b) El edificio estaba siendo rehabilitado, y, a las 9 de reloj, con puntualidad inglesa, comenzaba una sinfonía de tabiques tirados, taladros, sierras y yo que coño se más (cabronazos). Aunque al menos eso nos ayudó a no quedarnos durmiendo de más, y a pesar de la inevitable resaca salimos a patear Lisboa. Como Roma, la capital de Portugal esta construida sobre siete colinas, lo que hace que tenga una putas cuestas parte piernas del dos.
A pesar de que corría el aire el bochorno se dejaba notar y caminar al sol era una putada, por lo que más de una vez enseñamos nuestras barrigas a los lisboetas.
Lisboa se destruyó casi por completo a mediados del siglo XVIII, por lo que casi todos los edificios son relativamente modernos, del XIX sobre todo, con un gusto peculiar por los colorines en las fachadas y los techos de pizarra tan ingleses.
Subimos al elevador de Santa Justa, un pedazo de ascensor que te levanta sobre la ciudad diseñado por Eiffel y que está al lado del convento do Carmo, un edificio gótico enorme del que sólo sobrevivieron al terremoto sus paredes y arcos, por lo que muestra un aspecto fantasmagórico, como si estuviera perdida en medio del campo.
El palacio de San Jorge que corona la ciudad, el tranvía, la inmensa plaza del comercio ( los portugueses tienen todo dedicado al comercio y a los descubridores, ampliadores del comercio al fin y al cabo) y un poco de bacalao llenaron ese día en el que además compramos unos vinilos y fuimos dándonos cuenta de que todos somos un poco puñeteros.
Toda Lisboa parece que se cae a pedazos, llena de humedades y desconchones, decadente que decía el Choc. Reconozco que no me encantó al principio, pero cuando lo pienso ahora no lo recuerdo así. Digamos que no me entró por los ojos.
1 comentario:
jejeje, eso de que no te entró por los ojos, me recuerda que para poder divinizar a alguién, antes tiene que morir.
Algo parecido pasa con los viajes, cuanto más te alejas del sitio, más dulces recuerdo te vienen a la mente ( a veces hasta son falsos, ya que tendemos a encumbrar todo aquello que no le hace sombra a nuestro inmenso ego).
Un saludo.
Ani.
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