martes, 20 de mayo de 2008

Miedo y asco ...4

Thompson describe su reluciente estilo de escritura como algo rápido, furioso y vivencial, un viaje psicodélico de lo objetivo a lo subjetivo “Siempre he animado al lector a acercarse y conocer mi obra, por así decirlo, desde fuera hacia dentro (como la lente de un zoom)”. Gilliam fagocita visualmente ese viaje convirtiéndolo, desde el principio de su magnífico film, en una aventura interior. En ese sentido, su adaptación de la novela de Thompson no puede ser más coherente con la propia obra del cineasta. Raoul Duke (Johnny Depp), alter ego del autor, y el doctor Gonzo (un Benicio del Toro que tuvo que engordar veinte kilos para parecer un samoano pasado de vueltas), que interpreta al abogado chicano Oscar “Zeta” Acosta, el acompañante de Thompson en el viaje a cubrir la carrera de motos Mint 400 por encargo de Sports Illustrated que dio origen al libro del que tratamos; no son otra cosa que Don Quijote y Sancho Panza. Gilliam convierte uno de los mitos de la cultura estadounidense en una novela de caballerías, en la que Camelot es Las Vegas y el Santo Grial es la pesadilla americana. No es casualidad que Gilliam se empeñara en mostrar las alucinaciones de este par de lúcidos descerebreados como un reflejo “interior” de una realidad deforme, ilusoria; Duke es la versión avanzada y escéptica de Don Quijote: su manera de huir de la realidad opresiva - estamos en plena guerra del Vietnam, como muestran todas las televisiones del hotel - es la droga. No es, por supuesto, una película sobre la droga, por que los protagonistas la toman de la misma manera que ls coches necesitan combustible: para ir a alguna parte, a ser posible a un universo paralelo donde refugiarse. La droga es un peaje que te permite franquear la frontera hacia un mundo completamente distorsionado que a su vez parte de una realidad alterada.
Las iustraciones originales de Ralph Steadman para la edición americana del libro eran el modelo que Gilliam tenía más a mano para plasmar ese “viaje”, pero desisió de usarlas, convencido de que no funcionarían en tres dimensiones. Muy pronto, Gilliam apareció con un libro del artista Robert Yarber y se lo puso delante de sus narices a Nicola Pecorini, su director de fotografía: desde el papel couché de esa edición en tapa dura estallaron los colores fluorescentes de un mal viaje, los neones parpadeantes e irreales que iluminaban una habitación de hotel de mala muerte. Pecorini pensó “quieres cielos rojos, te daré cielos rojos”. Rojos, cobaltos, magentas y cianos. Gilliam y Pecorini llegaron a crear una especie de código normativo para que cada droga contara con un tratamiento visual distinto: el éter necesitaba “una pérdida de la profundidad de campo, todo debe resultar indefinido”, con el adenocromo “todo se estrecha, el ambiente es insoportablemente claustrofóbico, lo que obliga a acercar mucho las lentes a los personajes”, la mescalina obligaba a “mezclar unos colores con otros, a jugar con destellos sin origen y con las temperaturas del color”, el nitrato de amil producía “una percepción de la luz muy desigual, por lo que los niveles de luz en los planos deben variar constantemente”, y el LSD provocaba “una expansión de la conciencia, todo debe ser extremadamente ancho y las alucinaciones deben jugar con morfings, tamaños, colores y sonidos extravagantes”. Pecorini, discípulo del maestro de la luz Vitorio Storaro, era en si mismo una “rareza” más en esta película de rarezas sin fin, al ser un director de fotografía tuerto.

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